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novedades 16.03.2017

La crítica de Adriana Lecouvreur

Una apertura con brillo, pero devaluada

Pablo Kohan, para La Nación

 

Adriana Lecouvreur / Ópera de Francesco Cilea / Con Virginia Tola (Adriana), Leonardo Caimi (Maurizio), Alessandro Corbelli (Michonet), Nadia Krasteva (la princesa de Bouillion), Fernando Radó (el príncipe de Bouillion), Sergio Spina (el abate) y elenco / Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón / Régie: Aníbal Lápiz / Dirección musical: Mario Perusso / Función de Gran Abono / En el Teatro Colón / Nuestra opinión: bueno

   Ante una platea con claros llamativos en el comienzo de una temporada, después de las resonadas deserciones de Angela Gheorghiu y Francesco Ciampa, soprano protagónica y director, respectivamente, tuvo su estreno la nueva producción de Adriana Lecouvreur, una ópera a la cual los tiempos van corriendo progresiva y justificadamente de los lugares más destacados de la escena para dejarla en un merecido lugar secundario. Contemporánea de algunas obras maestras del género como ToscaPelléas et Mélisande, JenufaMadama Butterfly y Salomé, la obra de Francesco Cilea no es sino una ópera de libreto pobre, confuso y remanido, una suerte de remix de ideas musicales y teatrales ya probadas y, en términos más contemporáneos, una especie de melodrama televisivo o cinematográfico de escasas pretensiones, centrado en la rivalidad de dos mujeres enamoradas del mismo hombre, rivalidad que concluye con el asesinato de una por la otra a través de un ramito de flores envenenadas, un arma mortal que sólo puede caber en una ópera romántica y de historia inverosímil.

   A diferencia de las óperas antes mencionadas, y otras muchas anteriores o posteriores, en Adriana Lecouvreur todo transcurre en una manifiesta superficialidad argumental que prescinde de la construcción de personajes con vericuetos psicológicos o devaneos intelectuales que requieran alguna búsqueda musical específica para reforzar una concepción teatral. Independientemente de algunos escasos momentos musicales de real belleza, con intrigas más que pedestres y que sólo pueden comprenderse leyendo el libreto y con largos momentos de supina intrascendencia argumental -el ballet del tercer acto, por ejemplo-, todo el interés recae, por lo tanto, en la puesta y en su realización musical.

   Aníbal Lápiz, un prestigioso y veterano vestuarista y escenógrafo asumió la puesta de esta ópera que transcurre en la Francia del siglo XVIII poniendo toda su enjundia en una recreación ostentosa del espacio, del mobiliario y, como era de prever, del vestuario. De principio a fin, sobre el escenario abundan, generosos, esplendorosos y brillosos, pendones, bastones, pelucas de todo tipo, techos fragmentados, cortinas, voiles, gasas y telones, amplios vestidos, uno más lujoso que otro, que ocultan miriñaques, sillones de época con tapizados de diferentes colores según cada ocasión y lugar y un sinfín de detalles que, como corresponde, están en las antípodas del minimalismo. Dentro de una escenografía general fastuosa, pocos personajes entran por los laterales y, casi siempre, suben y bajan por los escalones de las plataformas que aportan desniveles en cada uno de los cuatro actos, todos distintos pero también todos pomposos. Pocas indicaciones actorales pudieron percibirse y todo transcurrió dentro de las gestualidades y las actuaciones tan habituales en este tipo de espectáculos aunque, menester es decirlo, en este caso, el libreto tampoco exige mucho más que eso. Entre personajes que sólo están para dar contexto, la mala es muy perversa y los buenos son impolutos. Con este marco general, luego de la reiteración de la misma magnificencia escénica, la atracción debía venir de la interpretación musical. Y, afortunadamente, así fue. La orquesta y su director y los cantantes marcaron la diferencia.

   Virginia Tola, la Adriana de urgencia, proveyó su reconocida musicalidad y esa voz tan cálida como envolvente. Tal vez, con esa orquestación de Cilea por momentos un tanto aparatosa, a su voz le faltó algún caudal. Pero sólo fue en algunos pocos pasajes puntuales. Nadia Krasteva, la maligna princesa de Bouillion, en cambio, sobresalió con una voz estupenda de bajos poderosos y un amplio registro que se sobrepuso a cuanta pujanza orquestal se le interpusiera en su camino. Leonardo Caimi, el tibio Mauricio de pocas armas poseer, ofreció una voz tan firme y potente como de pocas sutilezas. El veterano barítono Alessandro Corbelli mostró sus ilustres habilidades vocales como así también alguna ductilidad teatral que no abundó en el escenario de esta Lecouvreur. Fernando Radó, como ya es costumbre, sobresalió con esa voz de bajo tan segura y bien utilizada en tanto que el resto del elenco se manejo con corrección. Un párrafo especial para Mario Perusso, un director de larguísima probidad y oficio. Nadie extrañó a un director ausente que, tal vez, sólo lo hubiera superado en cuanto a su extranjeridad, cualidad que, en realidad y en sí misma, no es garantía de nada. La Orquesta Estable, volvió a mostrar su muy buen presente.

Fuente: LA NACION - Espectáculos - 16 de marzo de 2017

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