Sobre los aplausos
Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir...
Dice el diccionario que el aplauso es una expresión de aprobación que se manifiesta con palmadas y cuyo objetivo, esencialmente, es crear ruido. Y dado que el ruido es más estentóreo si se suman otras manifestaciones retumbantes, según las circunstancias y los contextos, a las palmas se le agregan gritos, chiflidos, alaridos, pataleos, matracas, en determinadas circunstancias, silenciosos movimientos corporales y encendedores oscilantes y, ocasionalmente desdichados y funestos, fuegos artificiales y bengalas. En el mundo de la música no son similares los aplausos que coronan un recital de rock en un estadio abierto o un teatro cerrado que los de un concierto clásico. Con excepciones, podríamos decir que en este ámbito priman los recatos. Las efusiones deben ser controladas. Si en un concierto algún espectador entusiasta aplaude espontáneamente para manifestar su agradecimiento puede correr el riesgo de ser malamente reprobado por quienes, afanosos guardianes de la etiqueta clásica, acostumbran chistar para acallar a quienes exteriorizan su alegría en el momento en el cual, supuestamente, habría que guardar un respetuoso silencio. En 1781, recién llegado a Viena, Mozart escribió su opinión sobre la conveniencia y la calidad de los aplausos. En una carta a su padre le dice: “Siempre resulta adecuado que haya mucho ruido al final de una actuación. Cuanto más ruido, mejor. Y cuanto más breve, mejor también, para que el público no se distraiga demasiado”. Mucho más interesante es la definición que se da del aplauso en el Oxford Dictionary of Music, de 1955. Entre la filosofía y la estética, ahí se precisa que el aplauso es “la resultante de demostrar el placer que uno experimenta con la hermosa música que se ha presenciado haciendo, inmediatamente, un ruido de lo más desagradable”.