Brillante representación de Einstein on the Beach
Brillante representación de la ópera de Philip Glass en ciclo Colón Contemporáneo
Una ópera minimalista y revolucionaria
La obra de Philip Glass y Robert Wilson plantea una ruptura con la tradición operística, carece de trama, libreto y personajes; la superlativa y muy precisa puesta estrenada en el primer coliseo porteño, sorprendió, maravilló y exigió al público presente
Pablo Kohan, para La Nación
Einstein on the Beach, ópera de Philip Glass y Robert Wilson. Intérpretes: Maricel Álvarez, Analía Couceyro e Iván García, narradores; Carla Filipcic-Holm, soprano; Marina Giancaspro y Gustavo Lesgart, bailarines; Daniel Robuschi, violín; coreutas y ensamble de flautas, saxos, clarinete bajo y teclados. Dirección musical: Léo Warynski. Dirección escénica: Martín Bauer. Dirección cinematográfica: Alejo Moguillansky. Coreografía: Carlos Casella. Vestuario: Luciana Gutman. Electrónica: Sebastián Barreiro. Ciclo Colón Contemporáneo. En el Teatro Colón: última función, esta noche, a las 20. Nuestra opinión: muy bueno
“Menos es más”, como síntesis virtuosa, fue la frase que, atribuida al arquitecto Mies van der Rohe, compendió las ideas de un movimiento cultural de cuna estadounidense que, hace poco más de medio siglo, apostó por la reducción de la cantidad de elementos que se ponían en juego en una creación determinada a un mínimo indispensable y esencial. La adopción de esas ideas generales, en el campo de los sonidos, desde las primeras composiciones de Philip Glass, Steve Reich y Terry Riley, dio como resultado el nacimiento de un novedoso y transgresor minimalismo musical que gozó, simultáneamente, de la adhesión y el aprecio de quienes, desde el consumo cultural, se encontraron con obras novedosas y de decodificación amistosa y cercana, y de la vituperación por parte de quienes, desde la vanguardia compositiva, apostaban por otros caminos para promover el apartamiento definitivo de cualquier tradicionalismo. En contraposición a todas las propuestas que planteaban los movimientos vanguardistas de la posguerra en el sentido de configurar nuevos planteamientos formales, discursivos y estéticos, los minimalistas, en la corriente que encabezaron Glass y Reich, volvieron a la tonalidad más “primitiva” y consonante e impulsaron un discurso basado, esencialmente, en la repetición constante y eterna de fórmulas, células y patrones que van sufriendo mínimas mudanzas, además, sobre bases rítmicas de pulsaciones regulares.
Maricel Álvarez, Analía Couceyro e Iván García, los narradores de Einstein on the beach.
Einstein on the Beach –surgida de la alianza de un compositor, Glass, y un creador devenido de las artes visuales y escénicas, Robert Wilson– es, sin lugar a dudas, una ópera minimalista y revolucionaria. A la luz de la historia, Einstein on the Beach plantea una ruptura con la tradición operística mucho más radical que la de los vanguardistas que, en última instancia, siguieron concibiendo a la ópera en sus eternos términos de drama en música. Esta ópera que acaba de ser estrenada con una puesta brillante en el Colón, carece de trama, de libreto y hasta de cualquier concepto teatral con el sentido del avance de ideas en escenas, cuadros o actos sucesivos. Einstein on the Beach, tal como lo señala Martín Bauer –impulsor de esta representación y el responsable principal de una muy compleja puesta en escena– no tiene personajes ni argumento. Así como los sonidos del minimalismo son repetidos hasta despojarlos de cualquier desarrollo funcional, lo mismo se hace, en esta obra, por ejemplo, con las palabras que traen los tres narradores. Hasta tal punto son innecesarias por su significado esas palabras que mientras Maricel Álvarez, Analía Couceyro e Iván García las pronuncian actuando y desplazándose, una legión de técnicos entra, camina, trabaja, traslada y conecta estructuras, cables, pantallas, luces, artefactos, rieles, focos y luces de todos los tamaños y formatos.
La puesta incluye el armado de máquinas de representación de sonidos e imágenes
Mientras el público ingresaba a la sala, cuando todavía faltaban diez minutos para las 20, la ópera comienza con Maricel Álvarez apoltronada en el frente de un escenario inmenso y absolutamente despojado. Su texto en inglés, sin ninguna traducción, insiste abusivamente con “It would be”. Su parlamento carece de cualquier significación lógica. A las 20, mientras ella continúa con su arenga, se apagan las luces de la sala y la música aparece. Son tres sonidos electrónicos graves, un La, de dos tiempos, un Sol, de tres tiempos, y un Do, de cuatro tiempos. Impertérritos se mantienen los tres sonidos a lo largo de unos quince minutos. Mientras los tres narradores continúan aportando sus palabras con gestualidades elocuentes y movimientos varios, algunos técnicos van ingresando para montar la maqueta de una ciudad rodeada de la iluminación que proveen una serie de tubos fluorescentes de distintos colores. Otros, entre tanto, instalan una gigantesca pantalla apta para proyecciones cinematográficas. Después, a lo largo de tres horas más, siempre con músicas repetitivas de fórmulas de extensiones diferentes y cambiantes, se irán sucediendo episodios / secciones / unidades / capítulos, cada uno de unos 10-15 minutos, que no guardan entre ellos ninguna relación palmaria y que aportan infinidad de estímulos sonoros y visuales.
En la puesta, de principio a fin, todo avanza muy lentamente, sin tropiezos y hay vivencias tan sorprendentes como admirables
De principio a fin, todo avanza muy lentamente, sin tropiezos y hay vivencias tan sorprendentes como admirables. Buster Keaton y El maquinista de la General se entremezclan con Harpo, Chico y Groucho de Los hermanos Marx en el Oeste en un enjambre de películas con trenes; el coro canta sus partes apelando a los nombres de las notas que entonan; cámaras móviles registran lo que sucede en el escenario y son proyectadas en pantallas que aparecen coronando cuatro armazones de estructura metálica; en la única escena de música electroacústica -repetitiva, por supuesto-, casi como una película de ciencia ficción, se enfrentan una gigantesca esfera móvil con decenas de focos, sostenida a una altura considerable por un brazo mecánico ciclópeo, con una cámara de video que también es manejada diestramente por otro brazo mecánico.
Lèo Warynski, un director sin fisuras
Los patrones musicales reiterados lejos están de ser regulares y sencillos. Los hay de distintas extensiones, con cambios internos de compás y dificilísimos de coordinar con los pasajes musicales pregrabados y los movimientos escénicos. La precisión de su realización fue virtud del director musical Léo Warynski quien, a lo largo de toda la obra, sostuvo sin fallo alguno la continuidad y la exactitud. El mismo elogio debe extenderse a la docena y media de cantantes que, desde el foso y frente a desafíos vocales tremebundos, afinaron con exactitud cada una de las notas cuyos nombres, a puro solfeo, fueron cantando.
Una de las tres escenas de ballet del cuerpo de bailarines, con los solistas Marina Giancaspro y Gustavo Lesgart
En distintos momentos, hay tres escenas de ballet a cargo de un grupo de ocho bailarines y con las participaciones solistas de Marina Giancaspro y de Gustavo Lesgart. El minimalismo también se hace presente acá en la reiteración insistente de ciertos movimientos y desplazamientos sin que ningún sentido argumental determine el porqué de esas coreografías. Lo más parecido a una ópera tuvo lugar a las 23, cuando Carla Filipcic Holm se instaló en el frente del escenario. Su “aria” es una vocalización sin texto sobre una sucesión armónica de cuatro acordes: fa menor – Mi bemol mayor – Do mayor – Re mayor sostenida por un teclado que los abre en arpegios de distinta factura. Las extensiones de cada acorde van cambiando y ella entonó un sonido extenso sobre cada uno de los acordes. Su voz plena y expresiva sonó deliciosa aun sin guion ni ideas textuales conductoras.
En el final, de alguna manera, Glass y Wilson se traicionan a sí mismos al romper con el planteo de aleatoriedad formal y discursiva establecido. La última escena arranca con aquellos tres sonidos iniciales, el La, el Sol y el Do. Pero más incomprensible es la conclusión que le sigue, con una sencilla y un tanto sensiblera historia de amor muy bien relatada por Iván García, algunas de cuyas palabras, lamentablemente, quedaron ocultas bajo un violín que reiteraba una frase en la menor natural, amplificado en demasía. Si ningún libreto había ordenado los sucesos, el remate con una crónica forzadamente emotiva de una pareja de enamorados que funden sus labios en un parque diluyó los misterios, los símbolos, las extravagancias y las curiosidades que le habían dado cuerpo a una ópera muy singular, rupturista y sorprendente.
Fuente: LA NACION - Espectáculos - Miércoles 14 de junio de 2023