La Sinfónica de Jerusalem con Yeruham Scharovsky
Una excelente interpretación de la Sinfonía Nº4 de Chaikovsky
Un Chaikovsky de gran refinamiento y delicadeza
Pablo Kohan, para La Nación
Orquesta Sinfónica de Jerusalén. Solista: Danielle Akta, chelo. Director: Yeruham Scharovsky. Programa: Paul Ben-Haim: Fanfarria para Israel; Elgar: Concierto para chelo y orquesta en mi menor; Chaikovsky: Sinfonía Nº4 en fa menor. Mozarteum Argentino. Teatro Colón.
Nuestra opinión: muy bueno
El contexto para recibir a la Orquesta Sinfónica de Jerusalén no era el más favorable. El azar quiso que llegara al Colón tan sólo dos días después de que el huracán Martha Argerich hubiera producido un auténtico terremoto emocional y artístico. Sin embargo, la Jerusalem Symphony Orchestra, con ese muy buen director que es Yeruham Scharovsky, comenzó la Fanfarria para Israel, de Paul Ben-Haim y disipó rápidamente cualquier hangover, cualquier sensación de saciedad.
En un paralelismo tal vez conducente, Ben-Haim es, dentro de Israel, un prócer musical semejante a lo que fue Alberto Williams para el desarrollo de una música nacional argentina. En sus búsquedas musicales por aportar un sonido israelí diferente a las muchas variantes del judaísmo diaspórico, Ben-Haim estudió y abrevó en las diferentes músicas mesoorientales y mediterráneas. Fanfarria para Israel es un ejemplo de las resultantes de esas búsquedas. Como corresponde, la Fanfarria se abre con redobles y sonidos de los bronces y, como mejor carta de presentación, la sección sonó afinadísima y nada tumultuosa. Después del estrépito inicial, la obra revela su neorromanticismo a través de una extensa sección central muy poética, bien instalada en la tonalidad de Fa menor con armonías modales y giros melódicos muy peculiares, definitivamente no europeos. La grandilocuencia reapareció ostensible en el final y el mejor comienzo llegó a muy buen término.
La primera parte continuó con el Concierto para chelo y orquesta de Edward Elgar, una obra ultrarromántica escrita inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Si su muy extenso Concierto para violín y orquesta, estrenado en 1910, es una obra brillante y, en cierto modo, espectacular, el Concierto para chelo es mayormente elegíaco, incluso con alguna tendencia a la melancolía. Como solista apareció la muy joven chelista israelí Danielle Akta que ofreció una interpretación muy sensible, muy musical y sin ningún impedimento técnico para pasearse con solvencia por sus cuatro movimientos. El asunto es que su sonido es pequeño y los dramas, los recitativos lamentosos y las emocionalidades intensas que son propias de esta obra se vieron muy diluidas. Para que la orquesta no la sobrepasara, Scharovsky, con buen tino, hizo transitar a la orquesta por un territorio de una relativa suavidad. La presentación, por lo tanto, careció de esa fuerza expresiva necesaria para destacar esas cualidades que caracterizan a este bellísimo concierto para chelo y orquesta.
En la segunda parte se pudo percibir y disfrutar de una excelente interpretación de la Sinfonía Nº4, de Chaikovsky. La Sinfónica de Jerusalén es un organismo un tanto menos poblado que las habituales grandes orquestas sinfónicas y esto posibilita que Scharovsky, con pericia y conocimiento muy profundo de la partitura, logre destacar con gran precisión contrapuntos y contracantos que generalmente pasan inadvertidos. De principio a fin, la orquesta tuvo un desempeño impecable, con un ajuste irreprochable tanto en los pasajes más contundentes como en los momentos en los cuales los solistas deben asumir el protagonismo requerido. En este sentido, menester es destacar a los cuatro solistas de las maderas y, en especial, al oboísta que abrió el segundo movimiento de un modo sublime tocando con gran delicadeza y refinamiento esa melodía rusísima de Chaikovsky que, más adelante, transformada, habrá de reaparecer en el final. En el tercer movimiento, cuando el compositor hace competir a las secciones de las cuerdas (en pizzicato), las maderas y los bronces, Scharovsky logró un equilibrio insuperable. Y en el último movimiento, dentro de las grandes sonoridades que Chaikovsky sembró generosamente en la partitura, el director logró extraer también pasajes camarísticos muy atinados y pertinentes.
Fuera de programa, Scharovsky, un porteño radicado en Israel desde hace décadas, dio una verdadera clase de relaciones públicas y habló de sus dos ciudades. Con el bandoneón y el arreglo de Norberto Vogel, dirigió, en primer término, Mi Buenos Aires querido, y luego, Jerusalén de oro, de la israelí Naomi Shemer. Como siempre ocurre, la música popular urbana nunca sale bien favorecida cuando las orquestas sinfónicas les imprimen sonidos internacionalizados, propiamente sinfónicos, y las despojan de sus sabores, sus toques y sus esencias. Por suerte, en la memoria, quedaron incólumes los sonidos de Chaikovskiy.
Fuente: LA NACION - Espectáculos - Viernes,26 de agosto de 2022