Conversar con Martha Argerich
La historia detrás de la historia. Mis entrevistas con Martha Argerich
Confesiones y un amor imposible. Diálogos con Martha Argerich
Pablo Kohan, para La Nación
Hay ciertas normas básicas que indican que el crítico no debe tener ningún tipo de relación ni, mucho menos, intimidad con los artistas sobre los cuales ha de opinar, comentar o, propiamente, criticar. Al destinatario de sus mensajes se le debe el suficiente respeto como para que la inevitable subjetividad que atraviesa toda crítica esté teñida, además, de favoritismos, cercanías o ventajas. Sin embargo, con Martha Argerich, que ahora está en Buenos Aires produciendo asombros y admiraciones por igual y en abundancia, todos esos recatos y cuidados son innecesarios. Salvo casos muy excepcionales, ella no ofrece entrevistas. En ese sentido, debe ser la única gran estrella de la música clásica que alcanzó el Olimpo sin tener que deberle nada a absolutamente nadie. Todo lo que ha conseguido se debe exclusivísimamente a su talento. Y no vendría mal recordar que es considerada una de las mejores y más notables pianistas del planeta en las últimas seis décadas. Con todo, en dos ocasiones, este cronista tuvo la oportunidad de conversar largamente con ella. Y para poder dar a conocer la historia de esos encuentros, es imprescindible dejar de lado la tercera persona o esa pudorosa primera persona del plural y, definitivamente, asumir la primera persona del singular.
En 2003, cuando Martha realizaba el Festival Argerich en Buenos Aires, escribí una opinión sobre un recital que ella ofreció con otro músico y que a mí me había parecido desequilibrado por la diferencia de calidades entre ambos. De algún modo que nunca pude desentrañar, por debajo de la puerta de mi estudio me llegó una carta escrita a mano, en un sobre sin estampilla, en la que, muy breve y muy respetuosamente, manifestaba su desacuerdo. Al año siguiente, Martha volvió al país para tocar el Concierto para piano y orquesta de Ravel en Salta, con la Orquesta de la Provincia. Para presenciar y comentar aquel concierto, viajé a Salta. El concierto finalizó exactamente a la medianoche y la Secretaría de Cultura organizó una cena en su homenaje a la cual, además, fue también invitada la prensa. Sabiendo de sus eternos recelos para con el periodismo, me pareció prudente saludarla cortésmente desde cierta distancia. La cena estaba finalizando a las 2 a.m. y Eleonora Ferrer, la entonces secretaria de Cultura de la provincia, me comentó que Martha recordaba aquella carta que, contrariada, me había enviado y que le gustaría conversar conmigo al respecto. Cuando eran cerca de las 3 de la mañana, se dio la ocasión para entablar una conversación con Martha Argerich, por supuesto, sin grabadores ni biromes de por medio. Martha se reveló muy franca, muy amistosa y se enfrascó en una charla que se extendió muy espontánea y cálida por diferentes temas, la mayoría, no musicales.
Habló con mucha emoción de su familia. Recordó a su hermano “Cacique”, como le llamaban, y reconoció que él fue fundamental para ayudarla a redescubrir a la Argentina y que se sentía muy bien viniendo al país. Le comenté que me había sorprendido el modo con el cual había tocado el segundo movimiento del Concierto de Ravel, distinto al de su histórico registro junto a Claudio Abbado y ella, reflexiva, palabra más, palabra menos, puntualizó “ahora siento que lo tengo que hacer así. Lo mío nunca es definitivo. Puedo pensar en otros tempi y también en otras maneras de hacerlo”. Contra cualquier suposición, Martha se mostró locuaz y muy espontánea. Pasadas las 4 a.m., y luego de entendernos mutuamente sobre las razones de aquella desavenencia que había provocado mi artículo, en el momento de la despedida, irónica y de buen humor, me solicitó que no le hiciera ninguna crítica desfavorable. Mi contestación fue absolutamente sincera: era muy improbable que algo así pudiera suceder. Ella siempre toca bien, como nadie.
En 2018, el pianista Alan Kwiek, fue el factótum de la gira que la llevó a Martha por varias provincias argentinas. Para dar a conocer los contenidos de la expedición y sus razones, Alan le sugirió a Martha que era necesario hacer una nota para Radio Nacional Clásica. Del pedido al hecho, nos recibió en su departamento, en Belgrano, a Margarita Zelarayán y a mí. Cálida y amistosa, habló de su satisfacción por recorrer su país tocando el piano, discurrió sobre las perspectivas de género en el terreno de la interpretación musical, se extendió sobre sus gustos musicales, sobre el dulce de leche y los alfajores, contó de su necesidad de ir a conocer los lugares donde vivieron sus abuelos maternos judíos en la provincia de Entre Ríos y, sonriente, dijo que Chopin era su amor imposible. Pero hubo más. A su regreso de la gira, volvimos a su departamento pero, en esa ocasión, con dos técnicos y la aparatología necesaria porque además de conversar largo y tendido con nosotros, con su amigo Rafael Gintoli, interpretó la Sonata para violín y piano de César Franck.
En su departamento, con Alan Kwiek, Margarita Zelarayán y Annie Dutoit
Ahora, en el Colón, con ochenta y un años a cuestas, como siempre, provocó emociones y admiraciones pero también un verdadero sismo. Junto a Sergei Babayan, en lo que, tal vez, haya sido lo más trascendente de este revivido Festival Argerich, interpretó los arreglos para dos pianos que el pianista armenio realizó sobre obras orquestales de Prokofiev. Sus certezas y todo su arte, rodeados de lirismo y salvajismo por igual, se desplegaron robustos e intensos sobre una obra de dificultades extremas que no aprendió cuando era una niña o una adolescente sino hace tan solo un lustro. La solvencia, la seguridad y la magia siguen intactas. Conociéndola y respetando sus decisiones, no pareció pertinente solicitar un encuentro para conversar con ella. Martha, una auténtica leyenda, es quien decide cuándo y con quién quiere conversar. Y en esos momentos la superestrella se revela como es, un ser humano sencillo, solidario, muy profundo e imprescindible.
Fuente: LA NACION - Opinión- Domingo 21 de agosto de 2022