Martha Argerich y Sergei Babayan, otro concierto excepcional
Obras escénicas de Prokofiev transcriptas para dos pianos por Babayan
Martha Argerich sigue sumando asombros, ahora, con Sergei Babayan
Pablo Kohan, para La Nación
Recital a dos pianos de Martha Argerich y Sergei Babayan. Programa: transcripciones para dos pianos de Sergei Babayan de obras de Sergei Prokofiev: Romeo y Julieta, op. 64; Hamlet, op. 77; Eugene Onieguin, op. 71; La dama de picas, op. 70; Dos valses de Pushkin, op. 120 y Guerra y paz, op. 91. Mozart: Sonata para dos pianos en Re mayor, K.448. Festival Argerich. Teatro Colón.
Nuestra opinión: excelente
Sin lugar a dudas, el quinto concierto del Festival Argerich fue absolutamente original ya que lo esencial del programa fue la presentación de los arreglos que, para dos pianos, realizó Sergei Babayan desde todo tipo de obras escénicas de Prokofiev. En la primera parte, a lo largo de algo más de cuarenta minutos, se escuchó una suite del excelso ballet Romeo y Julieta. Luego llegó una segunda suite, ésta conformada por números de distintas obras escénicas de Prokofiev. En el medio, en el comienzo de la segunda parte, desde otro planeta, llegó el clasicismo más exquisito de Mozart con su Sonata K.448. Y ante este programa, la comparación entre la transcripción y la creación original emerge inevitable y prioritaria. Más allá de las reacciones más espontáneas y emotivas, cuyas posturas más extremas serían el rechazo o aborrecimiento absoluto a la transcripción -desde una postura entre principista y dogmática-, o la de la fascinación absoluta ante el impactante despliegue performático de los intérpretes, independientemente de la obra ejecutada. Con un criterio un tanto contable, quizás, lo más pertinente sería plantear cuáles son las pérdidas y las ganancias (musicales) que se dan con esta transformación.
Prokofiev fue un pianista excepcional y un orquestador de la misma calidad. Dejando de lado los aspectos estrictamente discursivos (melodías, armonías, rítmos, texturas, etc.), las obras escénicas de Prokofiev se desarrollan con una orquestación admirable. Ahí están todas las sutilezas del detalle, las dinámicas extremas, desde los pianísimos mínimos hasta el estruendo conmovedor, y la muy sopesada elección de los instrumentos que debían sostener las melodías o crear los entramados más preciados. La gran pérdida está, esencialmente, en este aspecto. Tomando a Romeo y Julieta, es difícil prescindir de la orquestación en la “Danza de los caballeros” o de la agitación incesante de las cuerdas en “Muerte de Teobaldo”.
Pero, en contraposición, en los arreglos de Babayan afloran la potencia de las politonalidades, las disonancias y las rusticidades de las armonías de Prokofiev, el salvajismo más extremo de las disputas y las peleas de esas familias enemigas, una belleza diferente cuando son los pianos quienes cantan las melodías, y las más bienvenidas rudezas de los clusters que revelan las disputas más encarnizadas. Y además de todo esto, la inigualable satisfacción que produce la aparición de una nueva obra para dos pianos que no hace sino ampliar el horizonte. Con una salvedad: esta obra no es para todos los pianistas. Quienes decidan abordar este material deberán poseer la excelencia más consumada porque además de las imprescindibles capacidades expresivas, los arriesgados deberán tener todos los recursos técnicos habidos y por haber para sortear el tremendo nivel de dificultad que Babayan, sin anestesia, planteó en los pentagramas. Claro, Sergei y Martha los poseen y en abundancia, tanto los aspectos “meramente” físicos como los artísticos.
Los dos pianos fueron ubicados de un modo poco visto, con los teclados en paralelo pero en sentidos opuestos de tal modo que los pianistas podían verse mutuamente, enfrentados y bien cercanos. Y otro detalle: nunca los pianos, aún los provenientes de las casas más afamadas, son exactamente iguales. El piano más lejano del público, sencillamente, sonaba más fuerte que el que estaba en primer lugar. Cuando Martha, según su costumbre, se apoltronó en segundo plano, sus toques y su personalidad musical sobresalían un poco más que el de su colega. Cuando invirtieron las posiciones, para la segunda suite de Prokofiev, Martha, con ese toque tan único y personal de sonoridad y solvencia sobresalientes, logró que el piano de menor alcance sonoro estuviera exactamente en el mismo plano que el otro y el dúo sonó más equilibrado que en la primera parte. Pero, de una u otra manera, el dúo Argerich-Babayan ofreció una interpretación magistral y atrapante de esta maravillosa y asombrosa nueva música para dos pianos.
Y para el final, Mozart y Rachmaninov. La interpretación de la Sonata para dos pianos, K. 448 fue admirable, perfecta. Más allá de la precisión, la exactitud, la correctísima elección de matices y la fluidez de los diálogos, a puro arte, ahí estuvieron también las galanuras de una sonata clásica, los (mínimos) toques dramáticos que Mozart sembró con ese genio que sólo él tenía y la velocidad endemoniada y limpísima con la que tocaron el Rondó final.
Fuera de programa, después de muchas idas y venidas, para ponerle un tono romántico a la despedida, Martha Argerich y Sergei Babayan cerraron una noche extraordinaria con una interpretación ultradetallista y al mismo tiempo pasional de “Barcarola”, el primer movimiento de la Suite para dos pianos, op. 5, de Rachmaninov. Es de imaginar que la multitud que atiborró el Colón debe haber salido en un estado absolutamente diferente al que tenían cuando ingresaron. Milagros que la buena música y los buenos músicos pueden promover.
Fuente: LA NACION - Cultura- Miércoles 17 de agosto de 2022