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novedades 21.05.2019

Una noche mágica con la Sinfónica de Londres

Un concierto inolvidable dirigido por Simon Rattle

El más exquisito arte de la interpretación

Pablo Kohan

Director: Simon Rattle. Programa: Britten: Sinfonia da Requiem, Op. 20; Mahler: Sinfonía Nº 5 en Do sostenido menor. Ciclo: Grandes Intérpretes Internacionales. Sala: Teatro Colón

Excelente

Para contradecir al remanido proverbio podríamos afirmar que las comparaciones no solo que no son siempre odiosas, sino que pueden ser altamente necesarias para oficiar de parámetro corroborador. Si el año pasado las actuaciones de Daniel Barenboim y su Staatskapelle Berlin en la Sala Sinfónica del CCK unánime y justicieramente fueron consideradas un modelo insuperable del más exquisito arte de la interpretación orquestal, desde ahora en adelante, y hasta que el milagro vuelva a tener lugar, podríamos considerar que el testimonio del relevo ha sido entregado y que el patrón de excelencia superior a tomar en consideración habrá de ser el de la Orquesta Sinfónica de Londres con Simon Rattle. La versatilidad, las ideas preclaras y los conceptos estéticos del director y la perfección, en el sentido más exacto y amplio del término, y todas las capacidades técnicas de la orquesta confluyeron para alumbrar una noche mágica y para promover una vivencia de altísima emoción colectiva.

La recepción que el público le brindó a Rattle fue estremecedora. Cuando su enrulada melena blanca apareció sobre el escenario, una ovación interminable y ruidosa se descerrajó clamorosa. Agradeció sonriente y, sencillamente, con la batuta en la mano, giró sobre sí mismo y, con la partitura por delante, condujo de maravillas la Sinfonia da requiem, una obra conmovedora escrita en Estados Unidos en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial.

Inglés de genética probada y un casi neoclásico de emociones siempre más sutiles que estridentes, los dramas de Britten están desprovistos de las pasiones manifiestas de algunos de sus colegas del continente. Y Rattle ofreció una interpretación magistral ateniéndose a esas peculiaridades, destacando colores, intensidades y sutilezas conforme fueron pasando los tres movimientos continuados con los cuales se articula la obra. Las calidades de la orquesta, además, permitieron que, aun en los pasajes más dramáticos y relativamente fragorosos del "Dies Irae", la sección central, cada idea y cada línea pudieran ser apreciadas con claridad. La belleza trágica y contenida de Britten había tenido su mejor exposición.

Si esa primera parte fue tan espléndida como un tanto breve, la segunda tenía como plato principal y convocante la extensa Sinfonía Nº5 de Mahler. Y acá el "recato" inglés dio paso a una interpretación vehemente, intensa, turbulenta y sobradamente poética de una obra paradigmática del romanticismo tardío. Desde el solo inicial de la trompeta hasta el ultimísimo y penetrante acorde final, Mahler gozó de una interpretación fenomenal. Claro, para poder desplegar sus concepciones y sus convencimientos, Rattle contó con una orquesta superlativa. Fue interesante contemplar que en el primer movimiento, una profunda marcha fúnebre, Rattle no profundizó en el consabido pathos romántico -esa noción tan inasible como esencial que hace al dolor primordial del romanticismo-, sino que ofreció una lectura general más calma y sumamente lírica, una aproximación lícita y apropiada cuando es llevada con tanta precisión y certidumbre. El tormentoso segundo movimiento fue un drama intenso, muy cercano a las interpretaciones categóricas de las orquestas austroalemanas, mientras que el tercero, el "Scherzo", fue un despliegue admirable para relatar las mil historias que, tras la mordacidad inicial, conviven con salud y armonía. El celebérrimo "Adagietto" para cuerdas pasó poético y sensible y todo concluyó con un Rondó final apabullante y, al mismo tiempo, extremadamente claro y contundente.

El griterío, los aplausos, los chiflidos y el tumulto estallaron arrolladores y dieron pie a una pieza fuera de programa que fue un broche maravilloso. Para dar prueba, una vez más, de todos los talentos del director y de la orquesta, Rattle dirigió el final de la suite de 1945 de El pájaro de fuego, de Stravinsky. Con la "Canción de cuna" coqueteó extraordinariamente con el sonido más impalpable, mientras que con la alegría general del "Retorno a la vida de los petrificados" confluyeron en feliz eufonía todos los estrépitos y todas las disonancias. Así, el objetivo logró su consumación: Rattle y sus londinenses construyeron un concierto insuperable. Y además, inolvidable.

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