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novedades 11.03.2019

Don Shirley, Freddie Mercury y Maria Callas

Ante el estreno de Maria Callas, en sus propias palabras

  

Don Shirley, Freddie Mercury y Maria Callas

Pablo Kohan

Título complejo y contradictorio el de este artículo. Chicha y limonada, dirán algunos, incomprensible o francamente equivocado aseverarán otros. Si no fuera por Green book, nadie sabría quién es el primero de la lista. Para los admiradores de Mercury, ni Shirley ni Callas deberían estar ahí. Y para los eternos amantes de la última, los dos primeros pueden resultar indignos de antecederla en esta o cualquier otra enumeración. Sin embargo, los tres fueron grandes músicos que, por esas extrañas coincidencias que nadie determina o maneja, son las estrellas protagónicas de tres películas muy recientes. Y además, bien valdría la pena que estos tres films ayuden a que los que se cierran en las músicas de sus preferencias abran las puertas de sus compartimentos y se aventuren, aunque no sea más que por curiosidad, para ver qué hay, qué suena en la habitación de al lado, qué es lo que hace que haya gente que crea que lo que habita y late ahí adentro sea indudablemente lo mejor.

Green Book y Bohemian Rhapsody ya fueron estrenadas y premiadas en la última ceremonia de los Oscar. En cambio, Maria Callas: en sus propias palabras es un documental (interesantísimo y revelador) de Tom Volf que recién este jueves llega a los cines porteños. Para los amantes de la música clásica, Callas no es ninguna desconocida. Para todos los demás, tal vez, apenas un nombre. Pues debería quedar claro que, de punta a punta, fue la cantante de ópera más célebre del siglo XX y, mucho antes que Pavarotti y sin ninguna agencia de prensa de por medio, una de las artistas más renombradas del planeta, a la par de las más encumbradas estrellas del cine y de la televisión. Para recordarles a los de la propia tropa y, sobre todo, para motivar a quienes no la conocen, vaya aquí una historia mínima de esta cantante que cambió el mundo de la ópera y que se instaló sólida, incomensurable y trascendente tanto en los teatros de ópera como en todos los espacios que el periodismo le dedicaba al jet set, en los palacios más encumbrados y en los cotilleos de la prensa amarilla.

En el mundo de la música clásica está absolutamente instalado que son los compositores quienes perduran. Ahí están Bach, Verdi, Mozart o Prokofiev como testimonios contundentes. La eternidad está garantizada. Pero la música de estos genios no existiría sin los intérpretes, y el destino postrero de estos es otro.Los intérpretes son artistas sublimes que, dicho de un modo muy general, solo se remiten a ponerles vida y sonido a esas notas que aquellas mentes privilegiadas, ahora, hace décadas o siglos, anotaron sobre los pentagramas. Los cantantes, los directores y los músicos más insignes tienen sus momentos de gloria mientras están en actividad. Pero después de la celebridad lícitamente conquistada, el único camino a recorrer será el del descenso y, por último, el del olvido. La rueda del tiempo, más lenta o más rápida, traerá otros nombres que vendrán a reemplazarlos. Ni siquiera los registros discográficos atenúan esa norma inexorable. Con todo, esta regla forzosa e ineludible, tiene una única excepción. Hubo artistas que, a mediados del siglo pasado, marcaron época e instalaron modos insuperables de interpretación como Jascha Heifetz, Wilhelm Furtwängler, Jussi Björling o Vladimir Horowitz, entre algunos notabilísimos más, que solo perviven en discotecas, en recordatorios ocasionales, en investigaciones musicológicas o en emisoras radiales especializadas, Pero Maria Callas sigue viva, despertando pasiones y discusiones, interpelando a nuevas generaciones y promoviendo nuevas lecturas. Callas, "la divina", "la tigresa", nunca se ha ido.

 

La piel de la tigresa

Falleció a los 53, el 16 de setiembre de 1977 y el mundo se conmocionó aun cuando no estaba en el esplendor de su actividad sino casi recluida en su departamento de París, lejos de los escenarios que la habían tenido como figura principal. Maria Callas, entre el mito y la leyenda, cada día canta mejor. Hace veinte años, cuando la industria discográfica estaba en pleno auge, con un número inmenso de placas discográficas, entre las auténticas y aquellas con delictivo olor a piratería, era la cantante femenina que más vendía, la que nunca decaía, la única que se constituía en una alternativa musical-comercial seria a la moda de los tres tenores.

Nació en 1923, en Nueva York, y su nombre fue Cecilia Sophia Maria Kalogeropoulos. Sus padres se separaron en 1937 y su madre se trasladó con ella a Grecia donde comenzó a estudiar canto. Debutó en Atenas en 1941. Tras un paso intrascendente por Estados Unidos, en 1946, llegó a Italia y, al año siguiente, cosechó su primer triunfo cantando La Gioconda, de Ponchielli, en la Arena de Verona. Lo que vino después fue una carrera tan espectacular como fugaz. En 1954, cuando tenía 30, comenzaron sus primeros problemas vocales y hacia 1960, su voz ya estaba sensiblemente deteriorada.

A fuerza de trabajo, no pocas lágrimas, bastantes enfrentamientos, muchísimo talento y enormes y enfermizas cuotas de ambición, a veces reñida con la ética. Callas logró ser "la divina", la reina indiscutida del canto lírico, la única. Y su hermana gemela, "la tigresa", era la diva excéntrica que promovía desplantes ofensivos y enfermedades súbitas, la que conseguía las pagas más altas, la que seleccionaba u objetaba a sus compañeros de actuación. Y la suma de ambas llenaba teatros y maravillaba a las audiencias. Tenía magnetismo, electrizaba al público y, absoluta novedad, fue la que con denodada persistencia insistió en no hacer depender su arte exclusivamente de la voz.

Su voz, con ese color tan característico que hasta hoy sigue deleitando a quienes nunca la escucharon en vivo, no era quizás tan extraordinariamente pulcra y afinada como las de Joan Sutherland o Renata Tebaldi. Pero su presencia en un escenario lograba resultados inigualados. Su capacidad interpretativa la diferenciaba enormemente del resto. Callas demostraba una preocupación ostensible por profundizar en los aspectos sicológicos de sus personajes, por ubicarlos en su contexto dramático. Y a pesar de que sus representaciones distaban mucho de ser dignas del actor studio, fue su apartamiento innovador y rupturista para con ciertos paradigmas operísticos, que indicaban que la actuación era lo de menos, lo que la entronizó lejos del resto y lo que transformó a sus personajes en seres creíbles.

En sus 13 años de actividad frenética, hasta 1960, interpretó cuarenta y siete roles diferentes, saltando sin treguas ni precauciones de ningún tipo de Bellini a Wagner, de Carmen a Madame Butterfly, del bel canto al verismo y de Rossini a cuanto recital pudiera ofrecer. Tenía una capacidad de trabajo inagotable. Galopaba sin descanso por Europa y Estados Unidos sin fijarse en calendarios u oportunidades. Además, sus presentaciones podían cancelarse por decisiones/caprichos de dudosa justificación o porque debía estar presente en algún desfile de modas o en una fiesta de la alta sociedad europea. En la década del 50, Callas vivió cada minuto como si hubiera sido el último. Nunca intuyó que, desde el punto de vista musical, en efecto, así habría de ser.

A medida que pasaban los años de abuso y la voz se iba oscureciendo, Callas profundizó en la interpretación y redujo el repertorio. Desde 1954, se concentró solo en ocho óperas. Y así como Maya Plisetskaya, en su ocaso, con sabiduría, reemplazó la magia de sus piernas cansadas por los increíbles movimientos de sus brazos, Callas actuaba e interpretaba cada vez mejor. Asimismo, siempre cuidó su estampa y en contra de esas sopranos voluminosas y alejadas de los estereotipos femeninos que el cine imponía, Callas encarnaba Toscas o Medeas sensuales y atractivas.

Su vida transcurría, además, con noticias impactantes como su relación con Aristóteles Onassis que llenó las páginas de los diarios y de las revistas del corazón. Apasionada con Onassis, Callas desapareció de los escenarios durante casi un año. Cuando volvió, en 1960, sus problemas vocales eran manifiestos. Desde entonces, solo cantó tres óperas: Norma, de Bellini, Medea, de Cherubini, y Tosca, de Puccini. En 1965, a los 42 años, una edad increíblemente prematura para alejarse de la actividad, Maria Callas se retiró definitivamente de la ópera.

Siguió percibiendo fortunas por sus grabaciones y solo salió de su clausura para algunas pocas actividades. En 1971, protagonizó Medea, la película de Pasolini, ofreció sus hoy recordadísimas clases magistrales en la Juilliard School y, en 1973, retornó, fugazmente, para ofrecer algunos recitales. Se encerró en París y tras casi una década de silencio lírico acumulado, murió a los 53 años con la fama y el prestigio intactos.

En Maria Callas: en sus propias palabras, Volf rastreó en infinitos archivos y encontró entrevistas que la revelan en su intimidad y que demuestran, además, una gran inteligencia y una capacidad notable para verbalizar sus pensamientos, sus sentimientos y su intimidad. Con todo, lo más maravilloso de esta película está en las arias y las actuaciones que aparecen a lo largo de todo el documental. En el comienzo, infaltable, está "Casta diva", de Norma. Pero con un gran sentido de la teatralidad, Volf deja para el final dos momentos gloriosos de la Callas. Uno es el de "O mio babbino caro", de Gianni Schicchi, de Puccini, cantada en uno de sus conciertos de despedida. Pero la escena musical más lograda de Maria Callas: en sus propias palabras es cuando se la escucha, en off, cantando "La mamma morta", de la ópera Andrea Chénier, de Umberto Giordano, un aria de alto dramatismo, en un registro tomado cuando Callas estaba en su plenitud y que sería esencial en Filadelfia, cuando, palabra por palabra, es explicada por Tom Hanks a un Denzel Washington que queda anonadado tanto por la pasión del personaje como por la voz de la cantante.

Dijo el poeta, "no habrá ninguna igual" y hasta ahora, no la hubo. Porque más allá de una voz inequívocamente única, Callas fue la personalidad más relevante del arte lírico de su tiempo. Tanto que aún después de más de cuarenta años de ausencia, sigue siendo un referente ineludible, dictando cátedra desde los CDs y marcando caminos de búsqueda más allá de lo estrictamente sonoro.

Además, sin ni siquiera habérselo propuesto, fue la primera gran pop star del siglo pasado, mucho antes de que, entre otros, Freddie Mercury, otro músico estelar y señero, tuviera su lugar. Cuando se mira para atrás, queda claro que, con su carrera meteórica y apasionada fue la gran cantante del siglo XX. Para corroborarlo o, simplemente, para disfrutarla, ahora, en un documental, "la divina" y "la tigresa" hablan, se muestran, se sinceran, actúan y cantan. Una oportunidad imprescindible.

 

Fuente: LA NACION - Espectáculos - Lunes, 11 de marzo de 2019

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