Dos solistas en estado de gracia
Primer concierto del año de la Filarmónica de Buenos Aires
Dos solistas en estado de gracia en la apertura de la temporada
Pablo Kohan
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Enrique Arturo Diemecke. Solista: Alexander Romanovsky, piano. Programa: Chaikovsky: Concierto para piano y orquesta Nº1 en si bemol menor; Borodin: selección de la ópera El príncipe Igor, con Jaquelina Livieri (soprano), y el Coro Estable del Teatro Colón.
Nuestra opinión: bueno
Si habitualmente el primer concierto del año de la Filarmónica en el Colón configura la apertura del teatro después del largo silencio estival, en esta ocasión, la presentación de la orquesta significó el retorno del Colón al mundo de la música clásica, ya que durante el verano en el escenario de la calle Libertad hubo otras músicas y otro tipo de espectáculos. Sin embargo, el retorno del tradicional teatro a lo que sería su propio mundo no fue el más esplendoroso, ya que en el concierto que dirigió Enrique Arturo Diemecke no se alcanzó esa excelencia que la Filarmónica suele ofrecer de la mano de su titular, también director artístico del teatro.
Ante una multitud que completó la platea y todas las alturas, Diemecke, dicharachero y locuaz, micrófono en mano, promovió un largo aplauso de homenaje al fallecido André Previn y se extendió más sobre los objetivos y la misión de sus tareas en el Colón y sobre las maravillas de la música, entre una musicoterapia muy pedestre y la autoayuda, que sobre las peculiaridades de las obras, traídas a colación de manera muy difusa y sin mayores especificidades. Con todo, ante dos obras rusas y románticas, de Chaikovsky y de Borodin, se esperaba un concierto arrasador y de emociones intensas. Pero la orquesta denotó, en ambas obras, cierto sonido descolorido y más de algún desajuste (detalles que, ciertamente, no son parte de su panorama acostumbrado). Por suerte, junto a la orquesta, se presentó Alexander Romanovsky, un joven pianista ucranio sorprendente que al tiempo que brilló sobremanera no hizo sino denotar una distancia palmaria entre sus propuestas y las de la orquesta y su director.
Desde la mismísima apertura del primer concierto para piano y orquesta de Chaikovsky, con esa serie de acordes ascendentes, se puede tener noción de la calidad del solista. En el caso de Romanovsky, esos acordes sonaron majestuosos, robustos y, al mismo tiempo, profundamente musicales. En el final de esa apertura, sus músculos se aflojaron, aletargó mínimamente el tempo y concluyó con una delicadeza notable. Después, a lo largo de toda la obra, derrochó espectacularidad cada vez que hizo falta sin dejar nunca de poner en primer plano la expresividad y la comunicación de ideas. Sin ninguna fisura y con una técnica descomunal, Romanovsky ofrendó una interpretación estupenda y extremadamente musical de una obra de dificultades abundosas. La Filarmónica, por su parte, no alcanzó esos sonidos plenos, cambiantes y seguros que suele brindar. Extrañamente, afloraron, además, algunos desajustes que, por ejemplo, en la coda del último movimiento, deslucieron ese final tan impactante. Por supuesto, la ovación afloró generosa para Romanovsky que, tras los saludos de rigor, tocó, etéreo y poético, la paráfrasis que Alexander Siloti escribió sobre el Preludio en si menor, BWV 855 de Bach.
En la segunda parte, Diemecke trajo una selección de El príncipe Igor, la ópera de Alexander Borodin. En sí misma, esta suite de ocasión fue muy interesante por recurrir a números instrumentales, a pasajes corales y al aria con coro femenino de las jóvenespolovtsianas. En la obertura inicial, la Filarmónica recordó todas sus virtudes y sonó tan precisa como expresiva. De todos modos, lo mejor de esta selección vino de la voz y la magia de Jaquelina Livieri, una joven soprano rosarina que en apenas unos escasos minutos cautivó al Colón con un canto denso, terso, afinadísimo y profundamente expresivo.
En el final, luego de las bellas y poéticas "Danzas polovtsianas", bien tocadas y bien cantadas por la Filarmónica y el Coro Estable, Diemecke optó por la altisonancia. Las exaltaciones al Khan resonaron atronadoras, si no vociferadas, sin esas sutilezas que aún en los más potentes fortísimos deben estar y que, de modo consumado, siempre aparecen en los trabajos de este director, de este coro y de esta orquesta.
Fuente: LA NACION - Espectáculos, 3 de marzo de 2019