Descubrí la música
novedades 12.10.2018

Música del pasado, conductas del presente

Sobre los aplausos y ritualidades en los conciertos de música clásica

En 2009, Emanuel Ax, en una entrevista ofrecida al Boston Globe, fue consultado sobre la tan mentada cuestión de los aplausos al final de un movimiento de una obra de música instrumental. Con firmeza, el gran pianista estadounidense, dijo: "Estoy al frente de una cruzada para que cada uno pueda aplaudir cuando quiera". La afirmación fue motivo de muchas discusiones ya que, en cierto sentido, era el primer músico que se manifestaba de esa manera. Cada tanto el tema vuelve al tapete. En el último tiempo, entre nosotros, a raíz del pedido explícito de Daniel Barenboim cuando solicitó al público que se mantuviera en silencio hasta el final de cada obra, además, exponiendo las razones para esa petición. En aquel 2009, escribí un artículo para La Nación que un "amigo" de facebook lo trajo a colación y me pareció pertinente rescatarlo del silencio. Hoy, totalmente de acuerdo con lo que escribí entonces, le acotaría algunas otras cuestiones y cambiaría la formulación de algunos pensamientos pero lo voy a dejar tal cual apareció el 8 de marzo de 2009, escrito rápidamente, con los límites de espacio y esas urgencias que imponen el periodismo. Acá va.

Música del pasado, conductas del presente

Pablo Kohan

A partir de las afirmaciones de Emanuel Ax se pueden elaborar innumerables líneas de discusión. Nosotros nos damos por conformes con sólo plantear dos que, por otra parte, no dejan de estar íntimamente relacionadas. La primera de ellas es, aparentemente, estrictamente musical, pero, en realidad, tiene que ver, en un plano mucho más profundo, con lo que desde las artes plásticas y luego desde las ciencias de la comunicación ha sido denominado como performance, un tipo muy peculiar de experiencia colectiva que se desarrolla en vivo y que implica intérpretes, un espacio, público y la interacción. En un concierto de rock, la participación del público es absolutamente cardinal para generar un tipo peculiar de vivencias. En las performances de música clásica, las aportaciones de los asistentes se reducen, de algún modo, a la inmovilidad, a la atención reconcentrada, (el gran Leo Masliah diría en estado de ensoñación), al silencio profundo y a la restricción total y absoluta de cualquier tipo de manifestación de emociones hasta el momento en el cual la norma indica que se puede hacer. En realidad, ésta es la cuestión, si aplaudir cuando se tiene necesidad o si sólo hacerlo cuando la normativa indica que se puede. El asunto es que ese instante que aparece como correcto es una creación cultural y ritual del siglo XX, que se mantiene en vigor a capa y espada y que le da al concierto clásico un aire de supuesta superioridad y un perfil de bronce y de excesiva solemnidad.

Cuando Mozart estrenaba un concierto para piano y orquesta, a los sonidos de la orquesta se les sumaban los de las conversaciones y los ruidos propios de la ingesta de alimentos. Las plateas de los teatros, en forma de herradura, en el siglo XVIII, carecían de asientos porque en ese espacio, se comía, se conversaba y hasta se jugaba a las barajas mientras una orquesta tocaba o, créase o no, una ópera era llevada adelante. Las clases pudientes, por su parte, engullían sus manjares en esos palcos en los cuales también se podía dormir una siesta. Cuando terminaba un movimiento de una obra, los aplausos podían hacer que se repitiera el movimiento aun antes de pasar al siguiente. Pero en el siglo XX se impusieron otros modos de escuchar la música instrumental y el público se retrotrajo a la pasividad y a los misterios de los pensamientos y las emociones que nadie debe descubrir hasta el final de la obra. Curiosamente, en la ópera a nadie se le ocurre criticar a quienes aplauden a rabiar luego de un aria que despertó pasiones incontrolables. Y eso que los aplausos interrumpen, fehacientemente, el devenir dramático y la continuidad escénica.

Sobre la base de estas conductas es que se plantea el segundo tema. Queda claro que en los conciertos de música clásica se establece una ritualidad que termina por delimitar territorios y, por consiguiente, la pertenencia o la ajenidad. Los chistidos reclamando silencio que se les dispensan a quienes, a pura alegría, aplauden cuando un movimiento termina, además de ofensivos y poco educados, señalan al pecador como ajeno y, de rebote, le hacen saber que no es deseado ni bienvenido. Por lo menos, hasta que se anoticie de los ritos. La otredad y la pertenencia son categorías que se construyen sobre la base de muchas actitudes y, en un concierto, pasan, por ejemplo, por saber cuáles son las normas del grupo. Si bien este tema podría ser largamente ampliado y debatido, no se puede sino estar de acuerdo con Ax y con quienes propugnan romper esos códigos que no favorecen la incorporación de públicos sensibles que no aceptan normativas tan rígidas.

Esta posición la mantuvo el inolvidable Jacques Bodmer, aquel director que, hace varias décadas, hizo maravillas al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional. Decía Bodmer que cuando escuchaba aplausos al final de un movimiento se ponía contento. Un nuevo habitante había ingresado en el mundo de la música clásica.

 

Fuente: LA NACION - Espectáculos, 8-3-2009

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