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novedades 11.09.2018

Concierto de la FIlarmónica de Dresde

Precisión y sensibilidad, de la mano de Michael Sanderling

La Filarmónica de Dresde, un ejemplo de precisión y sensibilidad 

Pablo Kohan

Orquesta Filarmónica de Dresde. Solista: Herbert Schuch, piano. Director: Michael Sanderling. Programa: Oscar Strasnoy: The End, Sum Nº4 para orquesta; Mozart: Concierto para piano y orquesta Nº20, K.466; Bruckner: Sinfonía Nº3 en Re mayor. Mozarteum Argentino. Teatro Colón.

Excelente

Como una referencia ineludible, firmemente instalada en la memoria, ahí está la Staatskapelle Berlín, la orquesta con la cual Barenboim, hace poco más de un mes, maravilló haciendo las cuatro sinfonía de Brahms y dos obras de Debussy y Stravinski. Ciertamente, la Filarmónica de Dresde, muy bien dirigida por Michael Sanderling, superó ampliamente la odiosa comparación con un concierto de excelencia y con un solista que sorprendió no sólo por sus pericias técnicas sino por una aproximación mozartiana diferente y altamente convincente. Y si bien el repertorio escogido adoleció de cierta incoherencia (Strasnoy no puede oficiar de introducción a un concierto de Mozart), cada una de las obras ofrecidas gozó de una interpretación fantástica, con mucha suficiencia y precisión y, sobre todo, Sanderling mediante, ajustadísimas en estilo.

The End, escrita por nuestro talentosísimo compatriota Oscar Strasnoy, en 2006, comienza desde los acordes que cierran la Sinfonía Nº8 de Beethoven. Majestuosos, altisonantes y finales, los mazazos en Fa mayor suenan beethovenianos y conclusivos. Desde ahí, lentamente, Strasnoy deconstruye y desfleca progresivamente esa base heroica hacia otras sonoridades, otras atmósferas, otros colores y, definitivamente, otras bellezas. La idea es brillante y la concreción también. Entre las sonoridades difusas, los timbres y alianzas instrumental que asumen el valor del tema y del sujeto musicales, el acorde de Fa mayor beethoveniano va desapareciendo hasta que, en el último suspiro, desde ese nuevo territorio arribado, entre fantasmal y lejano, reaparecen algunos Fa que vinculan el nuevo destino con aquel final inicial. Por lo demás, la precisión y la comprensión denotada por Sanderling permitieron disfrutar de The End en toda su dimensión. Y después, sin conexión, continuidad o razonabilidad alguna, llegó Mozart, seguramente, para muchos, un alivio. Después de todo, de otros universos, se arribaba a terrenos conocidos y, quién podría discutirlo, muy bellos.

El Concierto Nº20 de Mozart tiene, en su historia interpretativa, versiones antológicas y magistrales, por supuesto, muy diferentes entre ellas. A la eficiencia y el sonido impecablemente clásico de Sanderling y los músicos de la Filarmónica de Dresde, se le sumó Herbert Schuch, un pianista rumano que, lejos de asumir como propios modelos anteriores, planteó una lectura personal, además, muy interesante. A un toque preciso, elegante, clarísimo y académicamente mozartiano, Schuch le agregó un tipo fraseos e interpretaciones con rubati (licencias personales de tempo) y una expresividad muy sutil que, sin apartarse ni un céntimo del Mozart vienés más tradicional ni llegar a romanticismos inapropiados, le otorgaron al Concierto Nº20 una emocionalidad y un perfil novedosos, muy atractivos. Al mismo tiempo, a la cadencia que Beethoven escribió especialmente para esta obra y en la cual muchos pianistas la interpretan con intensidades propias de la Sonata Patética o la Appassionta, Schuch le restó dramas ajenos y se mantuvo bien mozartiano y muy expresivo. Tras los aplausos estruendosos, a puro virtuosismo, tocó el fenomenal estudio que Liszt escribió sobre La campanella, de Paganini.

En el final, Sanderling y los dresdenianos se asumieron como románticos densos, profundos, conocedores y, sin urgencias, ofrecieron una contundente interpretación de la Sinfonía Nº3 de Bruckner. A las insistencias discursivas, con sus devaneos y reiteraciones insistentes, la orquesta alemana ofreció alternativas de intensidades, colores, silencios categóricos y un ajuste inapelable. El "Scherzo", con su Ländler central, fue una auténtica fiesta danzable (bruckneriana) y el último movimiento, un muestrario de capacidades para cambiar, con holgura, de una polca a un coral altisonante, de un fortísimo intenso a un pensamiento íntimo, en todo momento, con arte, precisión y mucha sensibilidad. Para despedirse, y tal vez para mostrar otras posibilidades, Sanderling dirigió el italianísimo "Intermezzo" de Cavalleria rusitcana, de Mascagni.

 

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