El Festival Barenboim terminó con gloria
Debussy y Stravinsky en La ballena azul
Un concierto perfecto
Pablo Kohan
Staatskapelle Berlin. Director: Daniel Barenboim. Programa: Debussy: Imágenes; Stravinsky: La consagración de la primavera. Festival Barenboim. Sala Sinfónica del CCK.
EXCELENTE
El último concierto sinfónico del Festival Barenboim no hizo sino confirmar todo lo que se intuía que iba a pasar. Por fuera del romanticismo alemán, con el cual Barenboim y la Staatskapelle Berlin habían maravillado a absolutamente todos, el milagro se volvió a producir, esta vez, con dos obras completamente disímiles y, paradójicamente, ambas estrenadas en París, en la segunda década del siglo XX. Casi en las antípodas de Wagner y de Brahms, en La ballena azul se repitió el éxtasis, ahora, con Imágenes, un tríptico de Debussy, y con La consagración de la primavera, de Stravinsky. En una y otra, Barenboim y la orquesta alemana supieron exactamente qué querían hacer y, una vez más, apelaron a las mejores herramientas para que las ideas se plasmaran en un realización tan impecable como conmovedora.
Imágenes, la última obra orquestal de Debussy, está atravesada por esas búsquedas de timbres y colores que requieren de una lectura en la cual se destaquen los refinamientos, los detalles y las sutilezas. Con partitura, una auténtica rareza, Barenboim labró, precisamente, todos los timbres y los colores de un modo consumado. De principio a fin, además, no le temió a la exuberancia y se apartó de esa idea tan instalada según la cual el impresionismo es mayormente tenue, como si el asunto fuera, sencillamente, el de tallar en sonidos una pintura etérea y desvanecida de Monet. Barenboim no escatimó energías ni exuberancias cuando, precisamente, en la partitura, hay indicaciones de tocar fortissimo. Pero, además, en el medio de las intensidades más estentóreas, se podían percibir, con claridad, las pinceladas más íntimas.
Sorpresivamente, la obra no fue presentada en el orden prescripto y luego de “Gigues”, llegó “Rondes de printemps”, en realidad, la última de las tres piezas, lugar que Barenboim le reservó a “Iberia”. Como fuere, Imágenes tuvo una interpretación admirable. El mejor impresionismo musical había tenido lugar. Y después de la pausa, la misma orquesta y el mismo director, alcanzaron el mismo nivel de excelencia con una obra en la cual se encuentran en perfecta armonía la barbarie más exquisita y las rispideces más musicales.
La puesta en vida de La consagración de la primavera, también dirigida con partitura, fue sencillamente asombrosa. Complejísima, áspera e indócil, la obra necesita de un director y una orquesta en estado de total concentración. Con partes endemoniadas para la orquesta en su conjunto y para cada uno de los solistas involucrados, la obra sonó apabullante y extraordinariamente musical. Si con Brahms, Barenboim había reducido sus gestualidades casi a las mínimas indispensables, confiando en los músicos de la orquesta y, al mismo tiempo, dándole la mayor libertad, con La consagración… lució muy activo, una referencia y garantía imprescindibles para el mejor funcionamiento de la orquesta. En Imágenes, la Staatskapelle Berlin había denotado su tremenda capacidad para la elaboración del detalle y la minucia. Con Stravinsky, la orquesta se transformó en una maquinaria contundente de precisiones rigurosas. Los ritmos más endemoniados, las alianzas instrumentales más inverosímiles y, también, la poesía más excelsa brotaron con naturalidad y todas las certezas.
La explosión final del público fue clamorosa. En ella latían tanto el agradecimiento como las satisfacciones ampliamente colmadas. Con buen tino, como lo había hecho con los conciertos brahmsianos, Barenboim desoyó los pedidos para que hubiera piezas fuera de programa. Todo había sido dicho y no había lugar para “minucias” que deslucieran la gran construcción. Habrá tiempo de hacer balances y de analizar la significación del Festival Barenboim. Pero es imprescindible hacer notar que los conciertos sinfónicos, más allá de las tremendas capacidades y talentos de director y orquesta, tuvieron un indudable plus en los programas escogidos y en la elección del lugar de realización. Las cuatro sinfonías de Brahms y la alianza Debussy – Stravinsky fueron mágicas. Y La ballena azul, el gran auditorio de Buenos Aires, aportó no sólo su acústica perfecta sino una arquitectura que permite ver todo lo que acontece sobre el escenario. En nuestra ciudad hemos admirado orquestas maravillosas. Gustavo Dudamel y la Filarmónica de Viena, por ejemplo, estuvieron hace unos meses en el Colón. Sin embargo, Barenboim y la Staatskapelle concitaron muchísima más adhesión y provocaron mayores emociones. Las principales razones habría que buscarlas en los programas presentados y en ese lugar fantástico que es la Sala Sinfónica del CCK.
Fuente: LA NACION - Espectáculos, 22-7-2018