Liszt, entre el brillo y el desborde
El recital de Dejan Lazic en el Colón
Dejan Lazic (piano) / Programa: obras originales y paráfrasis y transcripciones de Liszt / Mozarteum argentino / Teatro Colón
Nuestra opinión: muy buena
Un recital íntegramente planteado con obras de Liszt implica no pocos desafíos. Si bien en la extensa y más que prolífica carrera de este fenomenal y admirabilísimo compositor húngaro hay etapas diferentes, estéticas diferentes y búsquedas diferentes, en última instancia, es el mismo compositor, un creador admirable que, más allá de las distancias discursivas, utilizó recursos técnicos bastante similares y que se van repitiendo, indefectiblemente, tanto en aquellas obras iniciales de virtuosismo espectacular como también en esas reflexiones o meditaciones postreras de absoluta originalidad que elaboró casi como monólogos que no se atenían a ningún planteo formal preestablecido. Pero para poder admirar y deleitarse con esas sutiles diferencias es necesario que el pianista que emprenda la tarea tenga no sólo una técnica descomunal sino también una conciencia cabal de esas disimilitudes. En ese sentido, Dejan Lazic, un brillante pianista croata, abrumó y satisfizo, ampliamente, con una técnica formidable, al mismo tiempo que dejó una sensación de reiteraciones interpretativas que igualaron a todas las obras.
Bajo ningún punto de vista se le puede atribuir a Lazic falta de sensibilidad. Pero, casi de manera reiterada, a las delicadezas más exquisitas y las certezas virtuosísticas de altísima elaboración les sucedían pasajes innecesariamente atronadores y de exuberancias extremas, excesos de energía que las obras y las propuestas musicales de Liszt no requieren. En las últimas décadas, pianistas tan notables como Alfred Brendel, Leslie Howard, ocasionalmente, Marc-André Hamelin y, sobre todo, Lazar Berman, supieron exponer, cada uno a su manera, discursos lisztianos de altísimo arte en los que cada una de las infinitas ideas que Liszt dejó sembradas en sus centenares de partituras encontraban una idea expresiva apropiada. En el caso de Lazic, esas variantes necesarias aparecieron, esporádicamente, y de modo consumado pero eran dejadas de lado ante una necesidad, aparentemente imperiosa, de denotar poderes apocalípticos y cuotas de energías excesivas, por momentos, de una fogosidad decididamente ruda.
El recital estuvo integrado, en su primera parte, por obras originales de Liszt, y, en la segunda, por transcripciones, fantasías o paráfrasis de obras de otros compositores pero que, en definitiva, terminan siendo creaciones (maravillosas) que están atravesadas por la personalidad y todo el arte de Liszt. Y, de principio a fin, sin distinguir claramente las idiosincrasias de cada pieza, Lazic denotó las mismas intenciones. En el comienzo, con la Rapsodia húngara Nº18, el pianista arrancó con tantas precisiones como exquisiteces. Un auténtico orfebre elaborando frases, detallando arpegios y desgranando pasajes de velocidad con una claridad milagrosa. Pero esas certezas sumamente apropiadas para una rapsodia e, incluso, para las Dos czárdás, S.225 que le continuaron, se diluyeron cuando llegó Los juegos de agua en la Villa de Este y sus fuentes y sus efectos acuáticos fueron encarados con las mismas exuberancias, ahora ajenas, que habían tenido lugar en las primeras obras. Esa misma e inapropiada lectura y realización también sobrevino en la Tarantella, de Años de peregrinación, cuya pauta danzable ni siquiera apareció, en el archiconocido Liebestraum Nº3, un bellísimo nocturno en el cual la violencia es ajena e innecesaria, y, sobre todo, con la transcripción de La muerte de Isolda. Ni en la ópera de Wagner ni en esta reelaboración para piano hay lugar para tragedias épicas sino para dolores y lamentos intensamente humanas, sumamente personales.
Lazic no se equivocó nunca y siempre derrochó suficiencia y confianza. Hubo momentos mágicos con el costado húngaro de Liszt, en la intimidad bien detallada de la romanza de Tannhäuser, en el optimismo danzable de la Soirées de Vienna y en el drama del Erlkönig, de Schubert, y, en general, en aquellos pasajes en los que exploró la intimidad del lenguaje y las finuras y el lirismo de Liszt. Tal vez, con el tiempo, comprenda que el exhibicionismo y las desmesuras no son imprescindibles y que deberían ser traídas a cuento sólo cuando la partitura y el carácter de la obra lo requieren. Así en Liszt como en cualquier compositor.
Fuente: LA NACION - Espectáculos, 15-6-2018