El dúo de Martha Argerich y Daniel Barenboim
Una historia de amor que excede toda circunstancia
Martha Argerich - Daniel Barenboim, dúo de pianos / Repertorio: obras originales y arreglos para dos pianos o cuatro manos de Debussy: obertura de El holandés errante (Wagner), Seis epígrafes antiguos, En blanco y negro, Preludio a la siesta de un fauno, Lindaraja, y El mar / Festival Barenboim / Sala: Teatro Colón
Nuestra opinión: muy bueno
En el mundo de la música, poner sobre el escenario a dos glorias legendarias en actividad, como realmente lo son Martha Argerich y Daniel Barenboim, no equivale a que, inevitablemente, lo que se vaya a presenciar sea la excelencia absoluta, aún cuando esa expectativa era más que razonable a la luz de lo que ellos mismos vinieron ofreciendo en estos últimos años, cada vez que el Festival Barenboim los trajo a Buenos Aires. Queda claro que, desde lo estrictamente técnico, estos dos músicos superlativos no se tropezaron con ningún escollo. Pero el ensamble adoleció de algunas imperfecciones, los enfoques interpretativos no fueron coincidentes en algunas obras y el repertorio escogido no generó un entusiasmo particular. Hubo aplausos generosos, cálidos y, vaya novedad, el público les tributó sus más fervorosos afectos. Pero, de algún modo, pareció que, salvo luego de algunas obras puntuales, las ovaciones provinieron más del amor que el público argentino les entrega a estos dos músicos ilustres a quienes siente tan cercanos.
En vísperas del año debussyano que se celebrará en 2018, al cumplirse cien años de la muerte del gran compositor, Barenboim y Argerich centraron el concierto en las obras originales para piano a cuatro manos (Seis epígrages antiguos) y a dos pianos (En blanco y negro y Lindaraja) y en las transcripciones que el mismo Debussy realizó sobre sus dos obras orquestales más paradigmáticas, Preludio a la siesta de un fauno y El mar. Salvo el Preludio... todas las obras fueron escritas en el lapso de un decenio y todas son productos (maravillosos, qué duda cabe) del impresionismo debussyano. De algún modo, en este concierto, todo fue muy parecido y es hasta comprensible que la devolución de aplausos haya sido escasa, sinefusiones altisonantes. Cuando Barenboim hizo magia, hace algunos años, e interpretó las treinta y dos sonatas para piano de Beethoven, supo entremezclar con sabiduría, en cada concierto, obras de distintos períodos, poniendo a la variedad y el contraste como factor convocante e inspirador. Cuando, promediando la segunda parte, Martha y Daniel interpretaron, de modo sublime, Lindaraja, esta pieza no fue sino otra obra impresionista más y los aplausos que le continuaron parecieron casi un compromiso.
Sin desmerecer el valor de las transcripciones que realizó Debussy, sus obras más logradas fueron las que escribió expresamente para el piano. Y, coincidentemente, fueron sus interpretaciones las más deslumbrantes de este recital. Los Epígrafes es una suite de seis cuadros intimistas. Peleando codo a codo y a cuatro manos, Martha y Daniel dieron una clase magistral sobre cómo interpretar los infinitos repliegues y misterios de la ilimitada paleta de Debussy. La otra interpretación extraordinaria fue la de En blanco y negro. En esta obra, de 1915, Debussy se apartó de las insinuaciones y las sugerencias del impresionismo y Martha y Daniel demostraron que la música debussyana no siempre debe ser etérea, celestial o submarina, sino que también puede (y debe) ser terrenal, efectiva y hasta punzante. A lo largo de los tres movimientos recorrieron con solvencia, arte y precisión cada una de las propuestas de una obra superior.
Pero esa excelencia tan deseada no apareció en las transcripciones de la música orquestal. No es ninguna novedad que Debussy concibió sus obras orquestales apelando a una fantasía inigualada para que cada melodía tuviera un color, un timbre o un sonido peculiares, recurriendo a instrumentos precisos o a inéditas combinaciones instrumentales. Su transcripción implica una pérdida y una elección por parte de cada músico para extraer un sonido o un toque desde el teclado del piano. En el Preludio a la siesta de un fauno, Daniel eligió cierta solidez, cierto perfil claramente definido en tanto que Martha, con pinceladas etéreas, creó climas casi impalpables. A lo largo de El mar, además, con algunas escasas inexactitudes en los ataques, se pudieron advertir, ocasionalmente, esas disimilitudes de enfoque o de concreción. Y si bien estas observaciones son mínimas fue la transcripción de la obertura de El holandés errante, en el comienzo del concierto, el punto más objetable, no por su interpretación, que no admite reparos, sino por la concepción del arreglo. Despojar a Wagner de la fuerza, los colores y la intensidad emocional que se desprende de esas orquestaciones potentes y magistrales se traduce, forzosamente, en una transformación desmerecedora. La obertura sonó delgada, casi escuálida, monocromática y prescindente. Independientemente de algunas observaciones, la vivencia que implica tener sobre el escenario del Colón a Martha y Daniel, así, sin apellidos, es una experiencia única. Afortunadamente, con Barenboim en su calidad de director, todavía queda una nueva oportunidad para disfrutarlos.
Fuente: LA NACION - Espectáculos - 31 de julio de 2017