Una ópera cómica que no causa ninguna gracia
La crítica de La prohibición de amar, de Wagner
La prohibición de amar / Libreto y música: Richard Wagner / Intérpretes: Lisa Davidsen (Isabella), María Hinojosa (Dorella), Peter Lodahl (Luzio), Christian Hübner (Brighella), Hernán Iturralde (Friedrich), Carlos Ullán (Claudio), Marisú Pavón (Mariana) y elenco / Orquesta y Coro del Teatro Colón / Régie: Kasper Holten / Dirección musical: Oliver von Dohnanyi / Abono Nocturno Tradicional / Teatro Colón
Nuestra opinión: bueno
La primera ópera de Wagner, en dos actos e inspirada en Medida por medida, de Shakespeare, fue escrita por Wagner en 1834, cuando el compositor alemán tenía veintiún años. Se estrenó, con numerosos tropiezos y muy mala recepción, en Magdeburgo, en 1836. Desde ese preciso instante, el destino de La prohibición de amar fue el silencio. Fue desechada por el propio Wagner, que nunca más tuvo interés en reponerla. El clan Wagner, la brillante denominación con la cual Jonathan Carr designó al célebre grupo familiar que lo sobrevivió en el tiempo, jamás la tuvo en cuenta para ingresarla al canon de óperas wagnerianas que se reponen, año tras año, en el teatro de Bayreuth. Y la historia, con sus eventuales errores, la ha relegado al olvido. Para decirlo de un modo categórico y, quizá, demasiado simplista, La prohibición de amar es una ópera insustancial, irrelevante, ciertamente por debajo de otras óperas del naciente romanticismo alemán como las de sus contemporáneos Marschner o Lortzing. Si hoy se la repone, más que ocasionalmente, es porque su autor fue uno de los músicos más geniales de todos los tiempos y su representación puede o podría ser de interés para ver qué estaba haciendo Wagner en sus primeros momentos creativos. Del mismo modo que la curiosidad pudiera querer mover a escuchar un registro de Martha Argerich cuando era una niña o ver cómo empuñaba la raqueta Roger Federer cuando todavía no salía de Basilea o contemplar los dibujos en los cuadernos de Pablo Picasso cuando iba a la escuela. En todo caso, esa curiosidad se la podrían permitir teatros que ofrecen una veintena de títulos en una misma temporada. Pero su presencia en el Colón, que sólo ofrecerá ocho en el presente año, cuanto menos suena inapropiada, si no francamente equivocada.
Exasperación y ligereza
Wagner definió a La prohibición de amar como una "gran ópera cómica", pero, sinceramente, el libreto no mueve a ninguna sonrisa, sino a cierta exasperación por sus incongruencias -de las cuales Shakespeare es absolutamente inocente- y por su ligereza. Si algún atisbo de gracia asomó en algún momento fue por las ideas que puso en juego Kasper Holten, algunas realmente brillantes. Pero algún aire de solemnidad y la falta de chispa se señorean a lo largo de toda la ópera. En esta obra no hay muertos y concluye con un final feliz, pero es difícil entender dónde está la "gran ópera cómica".
En líneas generales, la puesta de Holten -una producción original del Teatro Real de Madrid en coproducción con el Colón y la Royal Opera House de Londres- es más que aceptable y el elenco se desenvuelve con soltura, aun cuando se pueden percibir diferencias claras entre los cantantes. Pero la ópera, desde su mismo comienzo, se revela extraña. Acuñada sobre el modelo de la ópera italiana, La prohibición... comienza con una escena de conjunto. Pero las desmesuras y la confusión dominan la situación, y hacer coincidir coro y orquesta fue una tarea no del todo feliz para Oliver von Dohnanyi. El hipermovimiento planteado devino inevitablemente en confusión. Superado ese primer y largo instante, cuando sobre el escenario se aquietaron las aguas, asomó su cola demoníaca un planteo musical de resolución más que dificultosa.
Wagner propone una orquesta excesiva para un tipo de teatro musical que, al mismo tiempo, requiere cantantes líricos. Ante esta perspectiva, se instaló el conflicto entre las desproporciones entre el acompañamiento y el canto. Dentro de este panorama, sólo pudieron sobreponerse al escollo del volumen orquestal la brillante soprano noruega Lise Davidsen y los dos bajos: el alemán Christian Hübner y el muy vernáculo y talentoso Hernán Iturralde. Pero los (muy buenos) tenores y sopranos líricos que desplegaron su arte en el Colón, se vieron sobrepasados por la orquesta y sólo ocasionalmente lograban emerger por sobre las andanadas de sonido que provenían de un foso sumamente poblado.
Entre los aciertos a señalar, se insiste, hay que destacar una bellísima escenografía, poblada de líneas rectas y atravesada por escaleras que recuerdan los laberintos de M. C. Escher; una muy interesante propuesta teatral de Holten; la presencia vocal de Davidsen, una muy joven soprano dramática a la que la espera, seguramente, una carrera esplendorosa; la solvencia musical que siempre ofrece Iturralde, y algunos momentos musicales tan puntuales como escasos, como el dúo temprano de Mariana e Isabella o el trío de Dorella, Luzio e Isabella. Y entre los deslices o realizaciones poco felices, sólo hay que señalar a Wagner, cuya genialidad futura no es distinguible prácticamente en ningún momento de La prohibición de amar.
Fuente: LA NACION - Espectáculos, 3-5-2017