El humor en la crítica musical

Si bien los escritos con comentarios y opiniones sobre música y músicos existen desde tiempos muy anteriores, la crítica musical profesional se estableció con el advenimiento del romanticismo. Desde entonces, según las capacidades, los objetivos estrictamente artísticos o musicales, las características individuales y, por supuesto, los gustos y los intereses personales, la crítica asumió infinitos modos de expresión. Pero, puestos a dictaminar con cierta grandilocuencia sobre las grandezas o las oscuridades del hecho musical y sus protagonistas, desde una posición de (supuesta) superioridad, en general, los críticos no tenían al humor como una herramienta que pudiera asomar ni siquiera ocasionalmente. George Bernard Shaw, un brillante crítico de causticismos abundantes, fue uno de los pocos que lo introdujeron con maestría dentro de sus escritos. Pero un siglo antes que él, también en Inglaterra, hubo quien hizo gala de la mordacidad en el momento de tener que elevar sus observaciones o pensamientos sobre los músicos. Samuel Taylor Coleridge, un poeta y filósofo que vivió entre 1772 y 1834, fue uno de los fundadores del romanticismo inglés. Por fuera de textos sumamente valorados, Coleridge se dedicó también a cultivar el epigrama, un género que se distingue por concentrar pensamientos o meditaciones en pocas, poquísimas palabras. En manos como las de Coleridge, el epigrama deviene en una composición tan poética como ingeniosa y satírica. Sin referir a nadie que pudiera ser identificado, Coleridge, agudo, incisivo y ácido, dedicó uno de sus epigramas al anónimo cantor voluntario. Tan cruel como admirable, conciso, escribió: "Los cisnes cantan antes de morir. No estaría mal que ciertas personas murieran antes de cantar".

Fuente: LA NACION - Espectáculos - Allegro