Descubrí la música
novedades 18.01.2017

El misterioso caso de Francisco Trebusch

El misterioso caso de Francisco Trebusch *

 

                                                                                                                 Pablo Kohan

 

Los hechos ocurrieron hace 60 años y sólo pueden ser recorda­do por algunos memoriosos que accedieron indirectamente a la información o por vía personal. En los diarios y revistas argen­tinas, incluyendo las publicaciones musicales de la época, no apareció ningún tipo de crónica o comentario que hiciera referen­cia  a este asunto que causó demasiado revuelo en Europa. En 1968, cuando todo parecía olvidado, el Journal of Art and Aesthe­tic criticism por única vez le dedicó algunos artículos a las polémicas entabladas en aquel verano europeo de 1953. Pero, precisamente por la falta de información, convendría recordar cómo fueron las circunstancias.

En su edición del jueves 2 de abril de 1953, Das Wiener Tageblatt anunciaba brevemente que había aparecido en Viena un antiguo manuscrito con el desarrollo en detalle de los cuatro movi­mientos de la Sinfonía Nº7 en Mi Mayor, de Schubert. De esta sinfonía sólo se conocían algunas partes del primer movimiento y unos borradores bastante inespecíficos del resto. En el verano de 1821, Schubert había marchado a Atzenbrugg para un corto período de vacaciones en compañía de su gran amigo Franz von Schober. En esta temporada compuso sus seis valses conocidos como las Danzas de Atzenbrugg, D.145/1-3 D.365/29-31, y además fue retratado por un joven pintor Leopold Kupelwieser en tres cuadros, siendo la acua­rela más conocida aquélla en la que en una reunión Schubert está en el piano sin tocar y mirando un tanto lacónicamente a una serie de jóvenes que parecen más entretenidos en conversar que en escuchar música.

A su vuelta a Viena, en agosto, comenzó a escribir la séptima de sus sinfonías con los resultados conocidos: sólo alcanzó a dejar los fragmentos señalados. No quedó nunca en claro por qué Schubert, un músico de una facilidad sorprendente para componer en tiempos cortos, abandonó el proyecto pero, posiblemente, haya sido a causa de una necesidad súbita e imperiosa por componer una ópera en gran escala. En septiembre comenzó Alfonso y Estrella, D.732, una magnífica obra concluida en pocos meses y que fue otra más de las muchísimas que Schubert no pudo ver estrenadas. La Sinfonía Nº7, sólo apenas esbozada, fue "armada" y completada, en 1881, por John Francis.Barnett, y, en un nuevo intento, por Felix Weingarten, en 1934. con resultados nada convincentes.

El domingo, el periódico dio más detalles. El hallazgo, como siempre ocurre, tuvo en la casualidad un factor decisivo. Hacia principios de siglo, tras un larguísimo pleito sucesorio, los integrantes de una familia que desconocían haber sido descendien­tes de Maria Theresa Schubert, la hermana menor del compositor, vendió una antigua propiedad. En la desocupación del inmueble uno de ellos cargó con un viejo arcón lleno de papeles que quedó en su nuevo lugar tan estacionado y abandonado como antes hasta que por fin, a su muerte, alguien decidió observar el contenido. Entre papeles de todo tipo apareció la Sinfonía Nº7.

Cuando Schubert murió, en 1828, Ferdinand, su hermano mayor, hizo todos los esfuerzos posibles por lograr la edición de la obra completa de Franz. Entró en contacto con los mayores edito­res de la época y finalmente puso a disposición de Diabelli & Co. todo el contenido que pudo recoger. Evidentemente, la Séptima completa no estuvo dentro del gran paquete. Como las sospechas siempre arrecian con la misma intensidad que el deseo, la parti­tura fue analizada por calígrafos que comprobaron por lo menos dos escrituras diferentes, de las cuales presumiblemente una era efectivamente de Schubert. Pero lo que movió a la confirmación fue la constatación de que el papel era sumamente antiguo, proba­blemente de la época de Schubert. Con la felicidad y la pompa apropiada, unas semanas más tarde, se anunció la auten­ticidad de la partitura. En junio, La Filarmónica de Viena pro­gramó el estreno para el comienzo de la temporada el 16 de agos­to. En un principio se había propuesto que fuera el 19 de noviem­bre, en el aniversario de la muerte de Schubert, pero el descu­brimiento era lo suficientemente importante como para que primara la paciencia.

Pocas veces en la historia hubo una demanda tan feroz para un concierto sinfónico para el cual, además, sólo estaba programada una única obra. La respuesta de los aficionados y la crítica fue similar. Los primeros ovacionaron interminablemente hasta que la sinfonía fue repetida íntegramente dentro de un ambiente de alto misticismo. Los críticos no escatimaron los elogios. Con un lenguaje particular, altisonante e inespecífico, el del Wiener Morgen-zeitung escribió: "En esta obra, nuevamente el talento de Schubert se ha manifestado de modo excelso. Como en la pieza corta para piano, cuanto en el género de cámara, los dones meló­dicos de Schubert se vislumbran incomparables. Esta sinfonía es una perla egregia de la música mayor. Es la conexión entre el antes y el después, entre el espíritu clásico de las sinfonías anteriores y el romanticismo esplendoroso que palpita en los magnificentes sonidos de la Inconclusa, la obra cumbre. El trata­miento de las cuerdas es arrobador, maravilloso, en tanto que la partitura requiere de las maderas una alta dosis de efectividad y solidaridad".

Más atento a las características de la obra, el crítico de Das Wiener Tageblatt expuso con más criterio: "Los cuatro movimientos, por su estructura y por sus longitudes, responden al formato clásico. El primero, intensamente dramático, no presenta casi alteraciones en la exposición respecto de lo que figuraba en el manuscrito fragmentario original. Pero la novedad principal está en el uso de la ambigüedad modal del segundo tema, tan característica del lenguaje schubertiano, que posibilita que en la reexposición explote este recurso para generar una coda exten­dida en el modo menor. En el segundo movimiento, traduce a un lenguaje sinfónico las características musicales de los lieder más trágicos. Ahora sabemos también que la melodía de Der Musen­sohn está basada en el tema central de este movimiento. El terce­ro, con un tema subyugante, es el más tradicional de la obra. Es un minué, de auténtico color vienés, un ländler más cercano en espíritu a Mozart que a Beethoven. Por fin, el cuarto movimiento, precedido de una introducción basada en el primer tema del primer movimiento, es el más sorprendente. De carácter propulsivo, agitado, somete el material  a los ritmos cruzados (sic) hasta sus últimas consecuencias (sic) anticipando varias de las técni­cas que utilizarían Mendelssohn y Schumann, aunque dotadas de una identidad absolutamente schubertiana". Este crítico hacía mención también, al hecho novedoso de la estructura cíclica y de las características conceptuales diferentes del último movimiento como preparación para un final de enorme impacto.

Los pasos siguientes fueron los normales e imaginados para estas circunstancias. Las principales orquestas del continente la incluyeron en la temporada regular, lo que apresuró e intensificó la venta de los abonos. Del mismo modo, las compañías discográfi­cas anunciaron con simultaneidad pasmosa la próxima aparición de la grabación correspondiente. Hasta que en la primera plana del viernes 11 de setiembre, nuevamente en el Wiener Tageblatt se anunciaba en grandes letras que, a pesar de todo, la Sinfonía Nº7 de Schubert era una fiasco. El día anterior, en una conferencia de prensa a la que sólo concurrió el diario en cuestión, un joven y desconocido músico venezolano, Francisco Trebusch, se declaraba como el autor de la sinfonía. Tras confirmar con datos precisos que efectivamente la obra era una creación suya, confesó casi con displicencia y despreocupadamente que se había puesto de acuerdo con el supuesto descendiente de Maria Theresa para fabular una historia creíble, que sabía imitar escrituras musicales, en tanto no quiso dar a entender ni cómo ni dónde había conseguido el papel.

Pero lo más sorprendente fueron las razones que arguyó como disparadores para el gran engaño. "Desde hace 10 años, los músi­cos, los críticos, los musicólogos y los editores prejuzgan mi obra y la tratan con desprecio sólo porque he elegido conciente­mente componer en el estilo del primer romanticismo. Ellos consi­deran que soy un anticuado porque escribo en un estilo absoluta­mente perimido. Con preconceptos inaceptables, todos han subva­luado mis trabajos. Ni siquiera los tenían en cuenta. Quise demostrar al mundo entero que soy un compositor de talento aunque escriba al estilo de 1825. Y la única manera de que juzgaran mi obra con imparcialidad fue hacerla pasar como si hubiera sido de Schubert. Salvo el primer movimiento, al que recurrí a la fuente histórica sólo para dar veracidad, yo no he imitado a Schubert. Compuse como cualquier contemporáneo de Schubert lo hubiera hecho. El público y la crítica elogiaron la obra y no hay motivos para no seguir valorándola. No puede ser que mi talento ahora sea menospreciado. En definitiva, poco importa si la obra fue escrita por Schubert o por Trebusch".

De inmediato florecieron las contestaciones, algunas de ellas no menos asombrosas que las argumentaciones de Trebusch. El crítico de la revista Das Gewissen defenestró a Trebusch por atentar contra el buen gusto y la inocencia de la gente. "Su música es un plagio vulgar, carente del más mínimo valor. El público y la crítica, al estar fuertemente motivados por un hecho histórico tan trascendente como el estreno de una sinfonía de Schubert que se daba por perdida, no estaban en posición de juzgar con ecuanimidad". El crítico del Wiener Morgenzeitung, en tanto, se llamó a un silencio tan elocuente como su lenguaje.

Juan Carlos Guerra, un compositor tan latinoamericano como Trebusch que, con los ojos puestos en Europa, se fascinaba al descubrir técnicas compositivas en estado de extinción como grandes novedades a importar y que además teorizaba en un lengua­je exquisito y lúcido sobre hechos musicales de su tiempo, se encontraba en Europa en el momento de las grandes revelaciones: "Trebusch es un caso sin remedio. Desde hace años insiste en dar más de lo mismo. No se puede concebir que un poeta escriba como Schiller o Bécquer. Sus tiempos son éstos y sólo su incapacidad es la que lo hace recurrir a las suaves y tibias aguas del pasa­do. Además de faltarle talento, le falta osadía".

Otra desaprobación no menos categórica contra Trebusch provi­no del compositor brasileño Francisco Gomes Guarneri que, en el ocaso del nacionalismo, arremetió desde su trinchera. Sin tomar en cuenta las (in)congruencias de tremebundos poemas sinfónicos sobre héroes indígenas afirmaba: "el error de base de Trebusch proviene de su incompetencia para descubrir los elementos de la originali­dad en su propio medio. Su posición de músico colonizado no le permite justipreciar las infinitas posibilidades que brindan los joropos, corridos y tonos llaneros para tratar de elaborar mate­riales novedosos y significativos desde su propia peculiaridad. No es tratando de imitar mecánicamente a europeos de ayer o de hoy que logrará crear algo de auténtica sustancia".

La Musicología, por su parte, no tuvo necesidad de justificar opiniones vergonzantes porque, casi como de costumbre, llegó tarde para los hechos de actualidad. Acostumbrada a tratar con temas históricos ya dotados de una gran cuota de estabilidad, a veces mortuoria, no alcanzó a juzgar ni a Schubert ni a Trebusch.

Plagiario, incapaz, imitador, falto de talento, obcecado, timador, violador de inocencias, cobarde, vulgar, falso. No fueron pocas las calificaciones que recibió Trebusch cuando dejó de ser Schubert. Todos pretendieron de algún modo ignorar que su obra había logrado un recibimiento clamoroso. Tras la revelación, un pacto de silencio ordenado e implacable pareció abatirse sobre la traumática composición y su enigmático responsable. Obviamen­te, la Sinfonía Nº7 de Schubert, en realidad la Sinfonía Nº1 de Trebusch, fue separada de toda programación y su grabación fue definitivamente cancelada. Ante los enormes interrogantes que se habían planteado por el accionar de Trebusch el mundo musical optó por el sigilo. Pocas veces la crítica y el público se habían tenido que ver con el espectáculo tan bochornoso de tener que reconocer la propia ineptitud. Pero además, ni siquiera los músi­cos atinaron a elucidar aspectos tan conflictivos y esenciales como la originalidad estilística, la temporalidad de la obra musical, el concepto de vanguardia en la música, la sicología de la audición, la contextualización histórica y geográfica del hecho cultural, dejando que el tiempo pusiera un olvido poco prudente, al mismo tiempo que, como siempre, afloraron las acti­tudes sectarias ante la diversidad en la elección del lenguaje musical. El anatema y las frases armadas fueron las únicas res­puestas ante la gran estafa.

Entre tanto, Trebusch fue borrado de la faz de la tierra hasta que falleció, al parecer, pocos años después. A más de medio siglo del gran bochorno, no hay rastros de Trebusch. Su nombre no figura ni en el Grove's Dictionary of Music and Musicians, ni en la monu­mental enciclopedia Die Musik in Geshichte und Gegenwart. Las obras de Trebusch, castigadas por el engañoso accionar de su autor, no fueron publicadas y prácticamente el compositor ha pasado a ser una entelequia fantasmagórica. Si bien la resolución del enigma está en la inversión del  apellido de este misterioso personaje, casi una ficción borgiana, sólo queda la amargura irremediable de no poder haber escuchado jamás esta sinfonía a la que ni siquiera podemos imaginar.

 

* Este artículo es una elaboración libre sobre una idea sugerida en John Shmarb: An aesthetic puzzle, de Steven Cahn y Michael Griffel, Journal of Aesthetics and Art Criticism 34 (1):21-22 (1975)

 

(Artículo publicado en Revista Clásica, noviembre, 1993)

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